viernes, 16 de enero de 2015

La Tabacalera y sus cigarreras

En la plaza de Embajadores, pegada a Miguel Servet y alojada en un terreno de casi treinta mil metros cuadrados, se encuentra la antigua Fábrica de Tabacos de Madrid, ejemplo de la edificación industrial neoclásica y escenario en el que trabajaba uno de los personajes más castizos del siglo XIX y gran parte del XX: la cigarrera.   
 
La Tabacalera y sus cigarreras
 

Fue el rey Carlos III, en 1790, quien encargó a Manuel de la Ballina la construcción de la fábrica, aunque las obras terminaron dos años después, durante el reinado de su hijo Carlos IV. Estaba destinada a albergar la Real Fábrica de Aguardiente, si bien también se encargaría del papel sellado y las barajas, pero antes de terminar el siglo, el monopolio de la fabricación de aguardiente y licores se le concedería a la Condesa de Chinchón, mientras que los naipes pasarían a ser manufacturados por el afamado Heraclio Fournier. 
 
El consumo de rapé había disminuido para comienzos del siglo XIX y, tras la entrada de las tropas napoleónicas y la victoria de José Bonaparte, se hizo necesaria una fábrica en el interior para abastecer la demanda de cigarrillos que no podían cubrir las fábricas de Sevilla, Cádiz y Alicante. Así en 1809 abrió de nuevo el edificio, convertido esta vez en la Real Fábrica de Tabacos y Rapé. Sin embargo, los cigarros presentaban un problema, exigían delicadeza en las manos a la hora de liarlos, además de precisar de mayor mano de obra. La solución fue sencilla y, sin buscarlo, progresista: se contrataría obreras que, ante la posibilidad de ser económicamente independientes, estarían dispuestas a cobrar menos que los hombres. La idea funcionó y las 800 trabajadoras con las que comenzó la fábrica se convirtieron en 4500 a finales del siglo XIX. Eran vecinas del barrio de Lavapiés, de clase humilde, pero con la determinación necesaria para convertirse en precursoras del feminismo madrileño, además de protagonistas de la lucha obrera. El interés del personaje de la cigarrera, fuerte, descarada e independiente, se haría famoso por la ópera Carmen, pero la cigarrera típicamente madrileña también se haría un hueco en la literatura gracias a autores como Carlos Arniches, que las representa en muchos de sus sainetes. No era de extrañar esa fascinación; las obreras terminaron por ocupar los puestos de mando, mientras que a los hombres se les destinaba para cargos subordinados a ellas, como el de mozo de almacén o el de capataz. El poder femenino era tal en la fábrica que llegaron a gozar en ella de un servicio de guardería y una sala de lactancia, gracias a la iniciativa de Ramón de la Sagra. En caso excepcionales, las trabajadoras podían mantener la cuna con su hijo junto a su puesto de trabajo. 
 
 
 
Esa fuerza y determinación las empujó también a ser beligerantes trabajadoras que no dudaban en protestar con huelgas y motines por sus condiciones laborales. El más famoso de estos levantamientos se dio en 1830, en pleno reinado de Fernando VII. La razón fue que las obligaron a trabajar con tabaco podrido, exigiendo la misma producción y calidad que con la hoja de tabaco fresco. Zarandearon al director de la fábrica y, gracias a su peso dentro del barrio, se vieron protegidas por cientos de vecinos que no dudaron en plantar cara a la autoridad. Más tarde, con la mecanización de los puestos de trabajo, las cigarreras se levantaron de nuevo y destrozaron parte de la fábrica. Pero el progreso no se pudo frenar, y para comienzos del XX, el puesto de la mujer en las tabacaleras comienza a hacerse innecesario. No obstante, estas mujeres permanecieron fuertes, y si bien sus derechos laborales se vieron recortados en las primeras décadas, algunas de ellas fueron importantes personajes del movimiento obrero, como es el caso de Eulalia Prieto o Encarnación Sierra.
La última promoción de cigarreras fue en 1923, a partir de entonces sus trabajadoras fueron envejeciendo, y de la fábrica, poco a poco, fue desapareciendo el bullicio, las risas y los comentarios de aquellas mujeres que habían levantado el barrio. En la segunda mitad del siglo XX, la tabacalera de Madrid era la principal fabricante de los famosos cigarrillos Celtas, pero la máquina de liar cigarrillos, la encajetilladora y la celofanadora realizaba su trabajo de forma automática, ya no eran necesarias las delicadas manos femeninas.

A finales del 2000 la fábrica cerró definitivamente sus puertas. El cambio de siglo hacía incierto su futuro y, aunque el edificio pasaba a pertenecer a estado, éste no parecía tener ningún interés en darle un uso más allá de convertirlo en un nido de ratas. Un proyecto que pretendía convertirla en centro de artes visuales se quedaba en el papel por falta de presupuesto. Por fin, en 2009 la tabacalera comenzaba su actividad como centro social autogestionado, promoviendo exposiciones, ciclos de cine y documental, representaciones teatrales o tardes de lucha libre. La fábrica era devuelta al barrio, a los vecinos herederos de los trabajadores y trabajadoras que durante casi dos siglos la mantuvieron viva con su trabajo, y también nos la devolvían al resto de madrileños que abrimos nuestros ojos ante ese imponente edificio que había permanecido gris e invisible durante décadas.
 

En su interior, del mismo modo que en la fachada que recorre el último tramo de Miguel Servet, se exhiben coloridos murales que recuerdan a la alegría de las risas femeninas que con sus delicados dedos liaban con habilidad los cigarrillos que fumaba toda España, al entusiasmo de las mujeres que se negaron a conformarse con el lugar que la sociedad les había impuesto y que, desde el anonimato, cimentaron el camino que tendría que recorrer la mujer trabajadora. 

2 comentarios:

  1. Precioso,culto e ilustrativo artículo,Cris. Te felicito y lo incluyo en mi blog.Kss.

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  2. Me ha entusiasmado su artículo, mi bisabuela era una de aquellas mujeres que ganaba el pan para sus hijos.

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