lunes, 9 de septiembre de 2013

LA ESTATUA DE FELIPE III Y EL CEMENTERIO DE GORRIONES

La curiosa historia de hoy nos lleva hasta la Plaza Mayor, hasta los pies de una estatua que a muy buen seguro la gran mayoría conocerá: la que representa al rey Felipe III a lomos de su caballo.
Estatua de Felipe III en 1915. [Postales de Madrid] Fotpia. Castañeira, Alvarez y Levenfeld

La estatua fue realizada en 1616 por Juan de Bolonia el cual hizo el vaciado en bronce y por Pietro Tacca que remataría los detalles de la misma. Pese a todo, la estatua no ha estado toda su vida en el sitio en el que hoy la conocemos. Hasta 1617 permaneció en los jardines de el Reservado del palacio de los Vargas de la Casa de Campo, momento en que la reina Isabel II, a propuesta de Ramón Mesonero Romanos, manda trasladar la estatua a la Plaza Mayor.

Sin embargo, en 1873, con la proclamación de la República, se la traslada a un almacén con el objetivo de ocultarla del público, ya fuese para protegerla de cualquier desperfecto o para evitar cualquier símbolo de la monarquía. La estatua volvería a su ubicación anterior con la subida al trono de Alfonso XII.

Años más tiene lugar la historia que hoy nos atañe. Estamos en 1931, momento en que tiene lugar el alzamiento de la II República, es durante este período cuando la estatua sufre un mayor número de destrozos. Un día, un militante de izquierdas se aproxima a la estatua con un artefacto explosivo con la idea de introducirla en su boca y así dañar a la misma. Lo que nadie esperaba en el momento en que la explosión tuvo lugar es que junto a los restos de la estatua volaran por los aires miles de pequeños huesos que dejaron estupefactos a los allí presentes.

¿De dónde provenían aquellos huesecillos?

Los restos pertenecían a gorriones que se apoyaban en la boca del caballo y caían en su interior, ignorando que se trataba de una trampa mortal para ellos, ya que les era imposible volver a salir aleteando debido a la estrechez del cuello del equino. Terminaban así las diminutas aves presas, aleteando hasta morir.

El escultor Juan Cristóbal reformaría la estatua durante la II República, impidiendo de paso que volviese a convertirse en un cementerio de gorriones.

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