miércoles, 24 de mayo de 2017

El café del Príncipe y la tertulia del Parnasillo





Este es el velador aquél, testigo
de nuestras largas íntimas veladas,
continuación del fiel diálogo amigo,
interminable y loco, alegre o triste,
que mil veces nos trajo a la memoria
aquel continuo hablar en las posadas

Miguel de los Santos Álvarez


Una de las características comunes en todas las grandes capitales es la de convertirse en núcleo de artistas e intelectuales. En ese sentido, como también ocurre con Barcelona, Madrid ha funcionado siempre como un enorme imán que ha atraído a personalidades de toda España que han formado aquí círculos sociales con sus contemporáneos que se han materializado en las tertulias artísticas.

Aunque el vocablo “tertulia” se empieza a utilizar en el siglo XVIII en plena explosión neoclásica, las tertulias artísticas tienen su origen en las Academias literarias del Siglo de Oro, estas eran encuentros celebrados en la residencia de un noble a imitación de las academias italianas del Renacimiento. El Siglo de las Luces lleva estas reuniones de palacete a los cafés madrileños de la mano de Nicolás Fernandez de Moratín que convirtió la Academia del Buen Gusto en la Tertulia de la Fonda de San Sebastián en la Plaza del Ángel. Al mismo tiempo, la difusión de la prensa escrita animó al debate de la actualidad en cafés y casinos.

Discurso de Salustiano Olózaga en el Café Lorenzini
en la Calle de Cádiz


Con el XIX Madrid sufre una explosión demográfica que supera el medio millón de habitantes a comienzo de siglo, y que contribuyó, además, a una mayor expresión cultural que repercutiría en la proliferación de estos lugares. Tan importante es la figura de «el café» que Mariano José de Larra, una de nuestros exponentes románticos, escritor y ácido periodista y en sí mismo ejemplo del héroe decimonónico tras su trágico suicidio, dedicó en 1932 un artículo para El duende satírico del día a estos lugares, a su clientela y a las costumbres de esta. En estos cafés, y tras la lectura de La gaceta y el Diario de Avisos, únicas publicaciones permitidas en el Madrid de 1828, comienza el debate. Larra, al igual que sus contemporáneos Espronceda o Mesonero Romanos (este último también hablaría de estas tertulias en Memorias de un setentón) se movía entre distintos locales que iban desde la calle Infantas hasta la actual Plaza de Santa Ana, desde la Puerta del Sol hasta la Calle Alcalá. De todos, el más famoso y el que más trascendencia tendría en el mundo de las letras es el café del Príncipe en la calle del mismo nombre y junto al actual Teatro Español. Este negocio existió desde 1807, pero no fue hasta los años treinta del mismo siglo que alcanzó notoriedad dentro de la vida intelectual que se concentraba en la tertulia del Parnasillo.

Teatro Español anteriormente del Príncipe 


¿Qué atraía de este lugar a los jóvenes artistas? Sólo se me ocurre su cercanía al teatro y la posibilidad de tejer contactos con el director escénico y empresario teatral Juan Grimaldi, siempre dispuesto a promocionar jóvenes talentos, porque los dos testimonios que tenemos de sus asistentes, el de Larra y el de Mesonero Romanos, coinciden en describirlo como un tugurio. «Reducido, puerco y opaco» son las características con las que lo engalana el primero. Mesonero Romanos, por su parte escribe: «A pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas mismas, este miserable tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados». Es también este último quien testimonia cómo fue en este lugar donde Mariano José de Larra fue bautizado con el seudónimo de Fígaro después de que lo sometiese a debate. Finalmente fue Grimaldi quien pronunciase el nombre con el que el periodista firmaría sus escritos. El mismo lugar que le dio uno de los apodos por el que se le conocería, fue testigo de su muerte el día que el torero Mirandilla llegó con la noticia de su suicidio.

Retrato de Mariano José de Larra por Federico de Madrazo



El Parnasillo estaba formado principalmente por literatos como Espronceda, Zorrilla, Hartzenbusch o los ya mencionados Larra y Mesonero Romanos, pero también por políticos y oradores como Bravo Murillo o por artistas como Madrazo o Esquivel, por eso medio siglo después Azorín describió este lugar como «el solar del romanticismo castellano» donde se discutía de arte escénico, poesía, filosofía, o se debatía, desde la óptica liberal que compartían, la situación política del país. El café cerró en 1840, cuando el local pasó a formar parte del teatro colindante, pero ya había dejado su impronta en la historia de nuestra ciudad; en ese oscuro lugar, entre la docena de mesas de pino color chocolate que recordaba Mesonero Romanos tres años antes de morir, se definió el pensamiento romántico español y se engrasó el motor de la renovación intelectual no solo de la capital sino de todo el país. 

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