martes, 30 de abril de 2013

MANUELA MALASAÑA



Que la guerra es el invento más deleznable del ser humano no hay quien lo discuta. Vemos las imágenes y pensamos que ellas deberían educarnos para que no volviese a pasar, y sin embargo pasa. Ese fue uno de los propósitos de Los desastres de la guerra, informar, pero también sacudir el alma del espectador, una llamada de atención que le hiciese desear que eso nunca volviera a pasar. Pero pasó, pasa y pasará.

El 2 de Mayo del 1908 soldados franceses entraron en el Palacio Real para llevarse al infante Francisco de Paula, hijo de Carlos IV. El pueblo de Madrid sabía bien que significaba eso, las fuerzas napoleónicas pretendían reinar en España. Una llama de patriotismo, o tal vez de miedo por no querer que extranjeros pudieran cambiar la que era nuestra identidad, hizo que el pueblo de Madrid se levantara contra el invasor en una sangrienta contienda de la que Francisco de Goya hizo todo un reportaje al más puro estilo de los fotógrafos de guerra del siglo XX. Como toda contienda, se llevo a seres humanos maravillosos fuera de un enfrentamiento que no iba tanto con ellos como con los poderosos que se mantenían seguros en sus palacetes, haciendo el trabajo «logístico». Cuántas vidas cortadas, qué escenas tan terribles.

En estas circunstancias siempre se busca un personaje que represente a muchos. Un nombre que sirva de homenaje a los olvidados. En Zaragoza fue Agustina de Aragón, nuestra Juana de Arco particular, y en Madrid una menos guerrera Manuela Malasaña.

La señorita Malasaña no era una dama de alta cuna, ni siquiera de clase media, era una costurera de quince años con raíces francesas (¡Qué ironía!), que vivía en la calle San Andrés Nº4, muy cerquita de la Plaza de Bilbao.
La leyenda quiso hacerla activa en la lucha contra los franceses, y dicen que luchó en el Parque de Artillería de Monteleón, actualmente la Plaza del Dos de Mayo, donde el capitán Daoíz entregó armas al pueblo.
Pero lo más probable es que asustada por los fuegos que se oían en la zona, se quedara refugiada en el taller de costura en el que trabajaba. Al abandonarlo más tarde se cruzó con un par de soldados franceses que le acusaron de esconder armas y le pegaron un tiro en la cabeza. Fuera como fuese, una improvisada soldado, o una víctima de la barbarie que asoló toda la zona de Bilbao a Gran Vía y de Fuencarral a San Bernardo, lo cierto es que Manuela terminó entre los montones de muertos y que, como cuenta Galdós, la zona se inundara “de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres”.

A Manuela Malasaña se la enterró en el cementerio del Hospital de la Buena Dicha, en la calle Silva, a pocos metros de donde encontró su muerte. El cementerio desapareció y con él sus restos y los de otros cientos de madrileños que lucharon por una nación que terminó liberada, sólo para ponerse un yugo más pesado, el de Fernando VII.
Sólo quince años, nunca pisó la tierra de su padre, que de la noche a la mañana se convirtió en enemigo de su ciudad, de su barrio. Un retrato en el Museo de ejército la representa más mujer, más valiente, más pudiente. Nada que ver con una costurera, demasiado joven para conocer los desastres de la guerra.

Sirva ella de homenaje a los que cayeron por las decisiones de los poderosos. Un recuerdo a los que, por no tener nada que perder, se convirtieron en héroes y mártires por una clase que ni siquiera les miraba. Que nunca olvidemos que el Dos de Mayo no simboliza el patriotismo, sino el poder del pueblo.

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